viernes, 19 de septiembre de 2008

Andar La Habana





La Habana es linda cantidad. Tan bella resulta que la envuelve un inexplicable hechizo. Cada día se derrumba, y sin embargo, embruja al visitante. Desde El Morro encanta la mirada. Vista en la distancia, un halo de luz azul pone en su atmósfera una magia de mar en calma. El colorido que usa el sol en su entorno es una fiesta en la pupila. No hay manera de no amarla. El ojo, maravillado, empieza a deslizarse y descubrir.

La Habana Vieja, bajo el infatigable brazo de Eusebio Leal, se remoza. Resurgen palacetes, brotan monumentos históricos, se reabren cafeterías, viejos hoteles reestrenan el antiguo esplendor. Las calles recién adoquinadas, las plazas reanimadas, dan la impresión de que en cualquier momento se ha de oír el llanto de Cecilia Valdés por Leonardo Gamboa.

Esa es la ciudad del programa "Andar La Habana". Quien lo disfrute, ahora bajo la sabia dirección de Senorio Fajé, pensaría que esta parte del mundo es el paraíso. No se ve en la pantalla un solar habanero, palpitante de malas palabras, henchido de promiscuidad, abarrotado de penurias. No se filma la agresiva brutal cola para un camello. No se toma el río Quibú deslizando su polución mientras atraviesa la ciudad. No se fotografía la tremolina de un grifo a ras de acera, para acopiar unos cubos de agua que luego habrán de subirse hasta un sexto piso por una escalera milagrosamente en pie. No se televisa la rebatiña en una bodega cuando llegan los huevos o el picadillo con soya. No aparecen los cientos de ancianos mugrientos que han devenido mendigos en las calles más concurridas.

No anda, en fin, el programa por los derrumbes de la Calzada del Cerro, por las furnias de la transitada Calzada de Jesús del Monte, ensoñeciendo al poeta Eliseo Diego. No anda por la sombra escombrosa del Hotel Trocha, por el esqueleto del Teatro Martí, por el fantasma del Sloppy Joe, por la sepultura del Coney Island. No anda el programa por la barriada del Palenque allá en La Lisa, por la pestilencia de Jesús María, por la terminal de trenes cuando arriba el tren santiaguero con seis horas de atraso.

Porque eso ya no sería andar La Habana, sino sufrirla y a pesar de ello seguirla amando.

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